Dedicado a MJ, la flautista de Hamelin
Una amiga posteo en Facebook una pregunta lanzada a todos sus contactos “¿qué pequeñas cosas de la vida os hacen felices?”. Un paseo por la playa al atardecer, montar en bici, sentir el viento en la cara, desayunar con el piopio de los pajaritos, esas cosas. Si él tuviera que responder a la pregunta diría que las personas que quiere, las conversaciones sin fin no necesariamente construidas solo de palabras, los silencios cómplices. La pregunta, las respuestas a ella y su propia respuesta le hicieron reflexionar, no lograba dar con ningún momento feliz que no hubiese sido un momento compartido.
Quizás le faltaba introspección, si se
enredaba en sus propios pensamientos era en vagones de metro llenos de gente,
si sus ideas hacían mohines de aburrimiento las sacaba a pasear por papeles en
blanco. Amaba a la gente. El misterio que representaba el ser de las personas
le llevaba a amar a aquella especie que era capaz de hacer el bien y el mal con
la misma facilidad. Incluso cuando disfrutaba de una bella melodía la disfrutaba
también porque adivinaba las manos que
la habían compuesto. Cuando gozaba caminando en soledad contemplando la belleza
de las fachadas de una calle se sorprendía pensando en quién había buscado tal
perfección construyendo esas casas. Y solía buscar al músico detrás de la
música, la historia de las personas de aquél pueblo de fachadas hermosas.
Cuando viajaba solo se sentaba en las plazas, observando el trajín de las
gentes intentando adivinar sus historias, sus rutinas. E incluso cuando la naturaleza
le sorprendía con su perfección-como los amaneceres en Lisboa, donde el sol se
despedía bañándose en el océano y no en la tierra- ,sí tenía que pensar en un
Hacedor de la Naturaleza,
sí tenía que creer en algo, su dios era un Dios personal.
Porque pensaba que en él estaban las respuestas,
pero correspondía al amigo hacer las preguntas.