sábado, 21 de diciembre de 2013

Madurez



  
 Avanzaba meditabundo por las placidas calles de su ciudad, cabeza gacha, cuerpo encogido por el frío  de una noche de invierno sin estrellas y de timorata luna; la oscuridad apenas conjurada por farolas de luz débil y amarillenta. Era tarde, sí, había salido mas allá de la hora de su trabajo por la obligada charla de coach a la que tuvo que asistir con el resto de compañeros.

 La que se preveía una aburrida y algo cómica por su absurdo charla de motivación – sermón de iglesia laica- había devenido puñalada en su corazón, esquirla incrustada en su cerebro. El coach –malditos anglicismos, claro que quedaría raro hablar de sesión de entrenamiento en el supermercado donde trabajaba- , llevado por la emoción o por una estudiada actuación, había empezado a declamar –venas de la sien y el cuello muy hinchadas- conceptos tales como “responsabilidad”, “metas”, “objetivos” y alzando aún más el tono de su ridícula voz preguntó a los presentes por tres veces “¿por qué?¿por qué? ¿por qué?” y, sin esperar respuesta, se giro súbitamente a una pequeña pizarra blanca que había traído consigo y escribió violentamente en grandes mayúsculas “ADULTEZ” “MADUREZ” y volviese a girar hacia los aburridos trabajadores de pies ya inquietos y que miraban furtivamente la hora en sus relojes con una ensayada y gran sonrisa de perfectos y cuidados dientes blancos.

“Madurez”. Era la esquirla metida en su cerebro. Si. Un concepto importante, a sus treintapocos o treintamuchos años –según se contara-, era una palabra que le acechaba en todas las conversaciones. Dejar de ser niño, adquirir gravedad, asumir responsabilidades, pensar en el futuro… eran explicaciones que le acompañaban. Cuando llegara a casa la cena estaría ya fría, el chiquillo ya  se habría acostado, tendría que contentarse con darle un beso de buenas noches - nada de cómo ha ido el día, nada de ayuda con los deberes, nada de charla padre hijo- , y su mujer se encontraría arrellanada  y adormilada en el sofá de segunda mano viendo alguna serie en la tele –ya no hay películas, hay series -, muda por el cansancio de un trabajo agotador en la fábrica de conservas – el silencio avanzaba entre ellos como un cáncer -.

Pensó que eso era en realidad la famosa madurez, el cacareado “hacerse adulto”, no tener tiempo para nada, absolutamente para nada, irse agostando sin que ni siquiera te fueras dando cuenta. Si, pero “necesitaba el dinero”, “tenía responsabilidades”, si…. él era todo un adulto. Y mañana lo mandaría todo a la mierda.



martes, 12 de noviembre de 2013

Cancer






Ha sucedido. Cáncer. Los Chesterfield que fumo desde mi pubertad han cobrado negra venganza. El médico me señala unas manchas en una radiografía de mis pulmones. Estoy demasiado triste y desconcertado para prestarle atención.

Desde entonces doctoras, enfermeros. Salas de espera, camas de hospital. Radioterapia, pierdo el pelo, me siento débil. Amigos y familiares que me gritan enfadados “te lo dije” para luego echarse a llorar; me abrazan, me dan palabras de ánimo, llegan regalos y flores. Lo peor es que no volveré a probar un cigarrillo.

 Mas malas noticias, por azares de la biología ha aparecido un tumor también en mi cerebro. Presiona no se que parte de él que me emborrona la visión de mi ojo izquierdo. Es un comensal rápido e insaciable, me matará, éste si. Pasado mañana, a mas tardar, me dicen. Hay que operar, opinan.

 Me informa de la operación el cirujano que la llevará a cabo. Habla de forma profesional y sencilla, sin demasiada emoción en su voz. Al acabar su explicación me toma suavemente la muñeca y me mira a los ojos. Su gesto es cálido y hay sinceridad en su mirada, pero prefiero al enfermero balbuceante que vino antes. Sabe que estoy acabado, que con toda probabilidad la diñare en la mesa de operaciones y él tendrá que cerrarme los ojos, pero aún así intenta animarme con chistes e ironías tontas.

 Me empeño en que me dejen salir a pasear fuera del hospital. La jefa de enfermería sabe que es el último deseo de un moribundo y me franquea el paso a la luz del sol, a la bendita luz del día.

 Enfrente del lugar de muerte y resurrección donde estoy ingresado hay un parque. Lo ando un buen rato, paseo por sus alamedas, sorteo las cacas de perro. Acabo sentándome en un banco. Me acompaña una vieja amiga. Tiene los ojos vidriosos y turbios por las lágrimas. No me molesta morir, de alguna forma he ido preparándome todos estos meses. Me duele la desolación que dejaré en el corazón de quienes me quisieron. En eso he sido afortunado. Ni menos que unos, ni mas que otros; pero he sido feliz y ahora he de dejar un mundo de padres cariñosos, de amigos cómplices, de risas en la madrugada.

 Mi amiga rompe al fin a llorar, estropeando el rimel que contornea sus dulces ojos. Me abraza, con fuerza, con desesperación. Tartamudea que todo saldrá bien. Ella no sabe que lo esta haciendo todo mas difícil. Pero también lo hace mas fácil, encerrado entre sus brazos, acogido en su pecho en el que late fuerte su corazón, siento que no todo ha sido en balde, ha merecido la pena vivir. Me descubro rezándole a un Dios en el que no creo.

 Muero en la mesa de operaciones. Un pitido agudo, largo y pronunciado del electrocardiograma es mi despedida del mundo. No se pudo hacer nada, no hubo negligencia, simplemente sucede. No importa, tengo en mi puño cerrado mis dos monedas de plata para el barquero. El cirujano anuncia para que alguien la anote la hora de la muerte, se quita los guantes de látex lila con resignación y abandona el quirófano. Quizás le cueste dormir esta noche. Para el enfermero será más complicado, tiene que limpiar y procesar mi cuerpo. Llevarme a la morgue. Es el guardián de los muertos, se dice. Ellos le acompañan y para él no es tan fácil como para el doctor deshacerse de ellos. Éste irá camino ahora de lloriquearle a su pareja, a la barra de un bar o a calentar el banco de una capilla solitaria de un Dios muerto. Pero el enfermero ha de quedarse a acompañar a los muertos.

 Cruzo la gran Laguna, de aguas profundas y quietas. El Barquero me aconseja que no gire la vista atrás a la orilla que acabo de dejar, es mejor así. Le pregunto, entonces, si es bonito al otro lado. Suspira, esta cansado de esa pregunta, repetida durante milenios, y contesta que él solo conoce la Laguna. Por alguna razón voy vestido con mi vieja cazadora de cuero negra que me regalaran unos amigos y a la que solo he abandonado en verano. Noto un peso en uno de sus bolsillos, antes vacio. Introduzco la mano, palpo el objeto y sorprendido lo saco para observarlo. Es una cajetilla de Chesterfield. Hay que joderse.

                                                                              

sábado, 12 de octubre de 2013

Un viaje (I)- Madrid.



  1. Madrid.


I.


 


Emerjo al turbio cielo de Madrid desde el subsuelo tras un viaje sin paisaje. Las escaleras de la estación de metro de Sol me vomitan en la plaza homónima, una enorme playa de baldosas moteada por la estatua ecuestre de un rey Austria y dos ridículas fuentes, una a cada extremo. Sin bancos donde descansar ni sombras donde refugiarse la gente va de aquí para allá, siempre viniendo de algún sitio o regresando de otro. Animan el extenso solar donde reina despótico un sol implacable sin compañía de nubes gentes caracterizadas o disfrazadas torpemente de los personajes animados de moda que hacen carantoñas a cambio de unas monedas. También pueden verse loteros anunciando decimos para el próximo sorteo extraordinario  y predicadores de religiones diversas. Manadas de asiáticos hacen fotos a ellos y a los macizos y orgullosos edificios que cierran la plaza a la brisa.

 Hecho un rápido vistazo a mi mapa –se que parado sería un estorbo a la multitud y sería arrastrado sin piedad por la corriente- y tomo la cercana Calle Carretas, donde esta mi pensión. Madrid es una constelación de pensiones, quizás porque en esta ciudad todos son foráneos, quizás porque todos estén de paso de una manera u otra.

 A mitad de calle atravieso un recio portal de hierro, cuya puerta llora y gime al ser abierta. Subo un par de pisos por las escaleras de madera – el ascensor esta estropeado- que permanecen extrañamente mudas a mis pasos. Las puertas no tienen número, solo se indican si están a derecha o izquierda. La de mi pensión esta a la izquierda, la regenta una amable señora ya entrada en años y en carnes que me guía cortes, después de hechas las formalidades del pago, a mi habitación.

 Es una habitación pequeña, con su propio baño, que da a la calle. No hay concesión a la bohemia del artista decimonónico, la pieza esta limpia y aseada y la cama parece cómoda. Abro las hojas de madera de la ventana, asomado a la calle me enciendo un cigarrillo, anochece. Dice la canción que esta ciudad vibra como un pájaro en llamas por la noche, pero yo estoy cansado después de un largo viaje en autobús y me voy a la cama sin ni siquiera cenar. En la habitación de al lado una pareja hace el amor, me duermo acunado por la nana de sus gemidos y el chirriar del colchón.

II.

 El amanecer me sorprende acodado en la barra de un estrecho bar mal iluminado –Calle de Bordadores, he accedido a esta calle atravesando el callejón- plaza de San Gines con su solitaria arcada-  dando cuenta de un café con leche y unas porras, un desayuno nada exiguo En el otro extremo de la barra unos soñolientos policías locales del turno de noche esperan con un café solo a su relevo. El camarero y dueño del pequeñísimo local esta fuera fumando, su camisa desabotonada hasta medio pecho, a pesar de lo temprano del día hace calor. Nos acompaña a todos el zumbido de un ventilador que se cae a pedazos de puro viejo.

 He de decidir con tino a donde ir hoy. Madrid no es el destino de mi viaje, solo estoy de paso camino a Lisboa, en el Atlántico, y dentro de unas horas he de subirme a un autobús Alsa. Tampoco es la primera vez que piso la capital, así que callejear por sus calles descubriendo sus rincones esta descartado, además la temperatura es alta y el verano de aquí es una estación seca de aire recalentado enriquecido por una polución asfixiante. Sus calles de sólidos y altos edificios y aceras siempre atestadas de gente no son, tampoco, del agrado de un chico de provincias como yo.

 Absorto en el mapa como estoy no me apercibo de que el dueño del bar ha cesado en su tarea de expirar e inspirar humo y ha vuelto a entrar, ocupando su lugar tras la barra, así que su voz grave y rasgada me sobresalta un poco cuando me informa secamente de que hoy hay rebaja en los precios de entrada del Museo del Prado. Le observo, manos de dedos hinchados y un rostro abotargado de mirada melancólica, no da el tipo de interesado en el arte. Hubiese podido saber mas de ese interés si me hubiese fijado en la imagen que colgaba junto a las botellas de Terry, Soberano y Chinchon. Era una foto antigua de tonos verdosos, en la que un orgulloso joven en mono de trabajo posaba delante de un camión, a su lado, apoyados en el costado del camión, varios cuadros. Si hubiese preguntado, como digo, el barman me habría explicado que aquel joven era su abuelo, conductor de uno de los camiones que transportaron los cuadros del Prado a Valencia durante la Guerra. Pero no pregunto, en lugar de ello pago los 4€ del desayuno y me marcho con un protocolario “Gracias. Hasta luego”.

II.

 Desando mis pasos por el callejón de San Ginés, en la esquina de éste con la Calle arenal me detengo en una curiosa librería al aire libre de puestecillos de artesonado de madera oscura de aires castellanos y hasta herrerianos a hojear los libros de viejo que hay allí y acabo adquiriendo un ejemplar de hojas amarillentas de “Coplas a la muerte de mi padre”, de Manrique – una lectura apta para aquel viaje, pienso, si seguís leyendo descubriréis el porqué -. Tomo una foto a la fachada plateresca de la Iglesia de San Ginés y sigo la calle Arenal – con su su sala de conciertos y sus bares que ofertan bocadillos de calamares- hasta la Plaza del Sol.

 Cruzo rápido la Plaza del Sol, donde he de esquivar a un hombre que lleva colgando de su moreno cuerpo un cartel anunciando que “compro oro”, hasta la Calle Carretas, que me conduce hasta la Plaza de Jacinto Benavente. Cerrando su lado sur se alza, enorme, un teatro,  cuya titularidad comparten Calderón de la Barca y una marca de helados. El dramaturgo del siglo de Oro dejo escrito – en frase que se ha convertido en manido tópico- “que la vida es sueño” y el nombre del teatro tiene algo del absurdo de los sueños. O quizás del espanto de las pesadillas.

 Desde esta plaza –que también alberga el Ministerio de Justicia, con un reo mal ajusticiado acampado a sus puertas-, girando a la izquierda, me interno en el llamado “barrio de las letras”. Mas plazas, ésta la de Santa Ana. Todos tenemos nuestros ritos –o quizás nuestras manías- y uno de los míos, cada vez que me veo obligado a venir a Madrid, es visitar esta plaza, admirar el trazo modernista del hoy hotel Reina Victoria, hacerle una foto a la estatua de Lorca que hay allí- gran poeta, horrible escultura- y beberme una cerveza en la cervecería Alemana. Aún tengo el desayuno dándome vueltas en el estomago, así que desdeño la rubia y sigo sin detenerme hasta la Calle Huertas.

 Calle Huertas, si, una calle que se lee mas que se transita, jalonados como están sus adoquines de citas de escritores ya muertos, exiliados o vilipendiados en vida, aunque alguno hay que conociera el éxito mientras aún respiraba.

Paseo del Prado. Altos y frondosos árboles guardan la mediana central, como desafiando a la gris geografía urbana de Madrid, ahíta de ellos.

 Velazquez guarda una de las entradas al Museo del Prado. Rodeo el edificio buscando por donde acceder a la pinacoteca y me encuentro con otro custodio, Goya en este caso, vuelto ya de Francia al parecer.

III.

 La taquillera da por bueno mi caducado carnet universitario, a pesar de la foto en él de un yo mas aniñado, mas iluso, mas ingenuo y me aplica la rebaja que ya anunciara el dueño del bar donde desayune.

 Me entretengo en el vestíbulo antes de pasearme por las salas del museo propiamente dicho. El amplio espacio es compartido por una cafetería y una tienda de recuerdos. En ésta compro el lápiz y el bloc de notas en el que estoy escribiendo este diario.

 Los fusilamientos del 2 mayo. He visto este cuadro en libros y reportajes en la televisión, pero no me lo imaginaba tan grande, tan bello, tan perfecto. Me siento en el suelo, como hipnotizado, quiero contemplarlo, admirar cada detalle, cada pincelada, pero una responsable del museo interrumpe mi cortejo y me conmina a levantarme del suelo.

Abandono entonces al de Fuendetodos y subo al piso de arriba, donde me esperan Velazquez y Murillo. Y como me pasara con los cuadros del sordo genial, se conmueve mi alma ante la contingencia de esos cuadros mil veces vitos en catálogos y revistas, pero que nunca he contemplado en su admirable realidad.

IV.

 Apuro un cigarrillo sentado en las escaleras que suben del Museo hasta la Iglesia de Los Jerónimos., intentando desembotar mi cabeza y mi ánimo, mareado y aturdido como estoy ante tanta belleza.

Observo a la gente. Un grupo de turistas de procedencia diversa que acaba de apearse disciplinadamente de un autobús de colores chillones y que se dirige a la entrada del Prado. Un músico callejero que hace llorar lagrimas de tonos agudos a su gastado contrabajo. Aquí y allá proyectos de artistas que emborronan cuartillas con sus lápices, algún osado incluso con acuarelas, destaca entre estos pintores aficionados una chica pelirroja, de tez blanca salpicada por infinitas y diminutas pecas y un cuerpo sutil y delicado.

 Quizás debería ir a visitar la Iglesia de los Jerónimos, templo de realengo, o presentar mis respetos al caserón donde se ubica la Real Academia de la Lengua, pero mi reloj me informa que ya es tiempo de hacer camino hasta la estación de autobuses y tomar mi transporte hacia poniente.


                                            
























martes, 17 de septiembre de 2013

El concierto fue un éxito



  


El concierto fue un éxito. La obra para piano, violín y saxofón compuesta por aquella pálida alumna  levantó de sus butacas a docentes, autoridades, alumnos y demás presentes en la sala. “original” “con mucho ritmo” “clásica y moderna” eran frases que se repetían en el auditorio. Después del concierto vi a muchos acercarse a felicitarla, pero ella parecía inmune a los halagos, sabedora, quizás, que los que se acercaban a darle palmaditas en la espalda  solo buscaban de alguna manera participar en su triunfo. Pero ella solo era una chica con un instrumento, nada más.

 Pude escuchar a un hombre ofrecerle tocar en noseque acto, una manifestación o algo así. Ella rechazo cortésmente la invitación, no se creía mas que nadie y poco podía criticar a quién seguramente contaba con los mismos defectos que ella. Me hubiese gustado acercarme a decirle que no la creía.

 No la creía porque mentía. Las bellas melodías y ritmos que daba a sus obras y a su violín eran grito suave y dulce contra todo lo feo de este mundo. Allí, encima del escenario, se atisbaba otro presente mas amable. Su armonía contrastaba con los gritos desesperados y furiosos de gente encolerizada, con razón o sin ella, que tomaban las calles aquella estación de sangre.

 Uno, con ánimo de hacerse el interesante en una reunión con los colegas, podía arrellanarse en su silla, soltar parsimoniosamente una bocanada de humo de su cigarrillo, decir aquella manida frase de Shakespeare de que el mundo era “ruido y furia” y rematarla con una media sonrisa burlona de suficiencia; pero ella asía la realidad y la coloreaba, la ordenaba en notas cantarinas a lo largo de las líneas de un pentagrama, transformándola en algo que merecía vivir y experimentar. Su música no era para oídos cínicos.

sábado, 10 de agosto de 2013

Alonso Quijano y Sancho Panza, Investigadores Privados, "Desfacemos entuertos"




Plaza de un poblachon del sur de Cuenca, con sus casas encaladas, sus tapias y portalones, sus ventanas con recias rejas, piedras viejas e iglesias que guardan secretos y privados tesoros barrocos. Alonso Quijano y Sancho Panza toman un café. De espigada y triste figura uno, de baja estatura y oronda tripa el otro. Parecen abatidos y derrotados.

 Los dos amigos han llegado a la Plaza Mayor – o Plaza de la Iglesia, o del Ayuntamiento - en un viejo sidecar de morado oscuro y la palabra “Rocinante” pintadas en su flanco. Vienen a desfacer entuertos, como pone a modo de eslogan en la puerta de su despacho de investigadores privados, pero los entuertos son muchos.

 Quijano mira distraído el horizonte, coronando una loma, a lo lejos, se divisan unos altos molinos de viento que producen electricidad y piensa en ellos como enormes gigantes. Pero no hay emoción en sus pensamientos, se encuentra melancólico, su bella Dulcinea se marcho con sus masters a trabajar de camarera a algún pueblo inglés de impronunciable nombre.
 El humor de Sancho no es mejor, la “ínsula de Barataria” se demostró un gran fraude inmobiliario y ahora tiene unas llaves que no abren ninguna puerta.

 De una oficina de tonante nombre comercial que da la plaza emerge un flacucho encorbatado, camisa rosa con sus iniciales bordadas. Se enciende un cigarrillo y ladra ordenes recompra y de venta en un japonés macarrónico. Quizás sea este hombre el objeto de sus investigaciones, piensan ambos, pero ni es uno solo ni saben sus nombres. El entuerto es grande y Quijano y Panza beben café en silencio, derrotados.






 




miércoles, 3 de julio de 2013

Bañada en salitre






Tarde luminosa de agosto en el rompeolas. Javier esta sentado sobre las rocas, sus pies descalzos lamidos por la espuma del mar. Intenta quebrar el silencio blanco de los folios de su cuaderno.

 A lo lejos, asomada a la orilla, bañada en salitre, distinguió una figura familiar. Necesitaba la compañía de un amigo en aquellas horas de marea baja, así que se acercó a ella.  Era Ana, hace miles de años sus vidas estuvieron cruzadas. Ella le contó que  tras un largo viaje consiguió alcanzar la playa.

 Anocheció. No querían volver a casa. Fueron hasta el cercano Hotel Los Ángeles. En la habitación, sentados los dos en una polvorienta moqueta, Javier le preguntó si podía acompañarla de nuevo. Se abrazaron, no volverían a naufragar y liberarían París. Durmieron entrelazados y amanecieron después de las seis sin dramas esta vez.



viernes, 24 de mayo de 2013

Que bonica la meua ciutat mediterrània a la primavera ¡ (Dedicat a Araceli)





  Que bonica la meua ciutat mediterrània a la primavera ¡ El sol lluïx ben alt fins a les vuit de la vesprada, banyant-ho tot d’un càlid blanc feroç, i només llavors decidix acomiadar-se en un ocre capvespre. Per poc que es camine s’abandona l’asfalt dels seus plans carrers, sempre plens de gent –xiquets amb els seus inquiets jocs, les  rialles estentòries dels jóvens, adults comentat el “mal que va tot”-, per a trobar-se en l’horta que la rodeja, de verds pàl·lids i terra fèrtil d’un marró rogenc i intens. El soroll dels cotxes desapareix substituït pel trinat dels pardals i l’ànima s’escampa peresosa per la immensitat  vegetal de cels blaus i límpids. Que bonica la meua ciutat mediterrània a la primavera ¡



  

Ciudad de piedra y viento. Dedicado a Isa.




Decidió volver, dejar Ciudad de Piedra y Viento y regresar a su ciudad con mar y sol. Pero aunque aquella ciudad de altos edificios de piedra oscura que acumulaban siglos en compañía del viento y la lluvia había sido una amante fría sentía que tenía que despedirse de ella. Se sujetó su pelo negro como la noche con una horquilla, se calzó unas gruesas botas de pálido azul, se abrigó con un chaquetón también azul y salió dispuesta a decirle adiós. ¿Tendría aquella vieja urbe un as escondido en su pétrea manga que le convenciera de quedarse? No lo sabía.
 
 Salió a la calle y unos pasos mas adelante se introdujo por una arcada abierta en uno de los edificios, anduvo por las sombras del estrecho pasaje y bajó por unas escaleras vestidas de musgo verde para finalmente llegar a unos jardines dignos de una princesa, de verde hierba fresca y árboles desnudos de hojas. Allí se subió a la noria, patinó en la pista de hielo, vio a los trenes salir de la estación cercana.

 Continuó su caminar hasta donde acaba el asfalto y empieza la tierra y la hierba. Caminó descalza, olvidados sus zapatos, enfundados sus diminutos pies en unos simpáticos calcetines lilas, por una de las campas que se extendían eternas cerca de Ciudad de Piedra y Viento. Le gustaba pasear sin rumbo por allí, sentir el viento acariciar su cuerpo menudo sin el obstáculo de los altos y apretados edificios de la ciudad, empapar sus simpáticos calcetines lila con el rocío que las frescas mañanas regalaban a la hierba. Dejar libre su imaginación y que ésta llenará de historias, personas y recuerdos aquella vasta extensión verde. El ruinoso conservatorio con goteras donde aprendió música, el primer escenario que pisó, la sala donde ensayaba, siempre llena de solfas, bemoles, corchetas y alegrías. El anciano conductor del autobús de Ciudad Dormitorio –la que era su verdadera su ciudad-, aquél señor que paseaba a un cerdito que tenía como mascota, las verduleras del mercadillo ambulante que anunciaban con extraña poesía sus productos, jóvenes en los bancos del parque comiendo pipas, a Ignacisky y a sus Bufones Peregrinos alegrando las mañanas de los sábados con sus trombones, sus trompetas y sus bombos, amantes sin nombre, su cama a veces solitaria, a veces refugio de almas de poetas. Pensaba en Marta, la reina del supermercado, entronizada tras la caja registradora, chica voluptuosa y de sonrisa perenne, y en Javi, chico distraído sin oficio conocido, cuya cabellera empezaba a clarear a la altura de la coronilla.

 Subida a una colina –en realidad una pequeña y suave elevación del terreno-  hacia sonar a su violín poderoso y alegre, desparramando en ordenada confusión sus notas por aquella extensa llanura, abriendo las nubes para que dejaran sitio al sol y amansaran el viento. La ciudad no le había dado un último y desesperado motivo para quedarse y, aunque no olvidaría a la vieja señora de piedra y viento, tampoco la echaría de menos. Pronto estaría en casa.




( Dibujos primer y último párrafo: Los colores olvidados, Silvia G.Guirado. )





martes, 21 de mayo de 2013

[Relato LibrosVeo] Barquitos de papel





1.

 La reconocí en un café del Boulevard Saint-Germain-des-Prés, su pelo castaño cayendo sin gravedad sobre sus hombros. O quizás era un café de una ciudad con mar y sol. Café a medio tomar, sus dedos pulidos por las cuerdas de una guitarra sujetaban un bolígrafo morado que emborronaba de notas un papel pautado.


La veo salir. Otea el cielo, gris, lluvioso, y abre su paraguas de granate intenso. El día es desapacible y la tela del paraguas soporta mal que bien los embates del viento. Parece la chica marinera en tierra manejando con esfuerzo las velas de su esquife ante la tempestad. Pronto se cansa del inútil esfuerzo y pliega el paraguas. Camina entonces encogida, las manos enterradas en los bolsillos de su largo abrigo. Su figura gris y menuda se confunde con los colores pálidos de los edificios beux-arts de París.

 
 O quizás la chica ha salido del café al sol mediterráneo. Pestañea acostumbrando sus ojos al sol que reina imperial en el cielo y su mirada se llena de luz. Hace calor, se desprende de su chaqueta de primavera descubriendo unos delicados hombros de piel tostada. Camina por las estrechas calles empedradas a las que asoman caserones que acumulan siglos en sus fachadas. La sigo a distancia, sin querer molestarla, una suave brisa se levanta meciendo su cabello. Arrastra el viento imperceptibles semillas de los naranjos apostados aquí y allá, batallando contra el asfalto, llenándolo todo de una sutil fragancia de flor de azahar.


2.

 Vuelvo a verla en el Pont Neuf. Estaba yo, mi gabán empapado, apoyado en uno de los balcones del puente. Pasó deprisa, hoy no era el día para contemplar como el Sena, en los días brillantes, juega a ser espejo con el sol. Melancólica, el rostro crispado por la tristeza.

 O quizás tomó un tranvía, en el que yo leía un periódico del día anterior, para encontrarse con un mar que siempre la estaba llamando con el sonido bello y cadencioso de las olas. Se acomodó en uno de los asientos junto a la ventana, apoyó su lindo hombro moreno en el cristal y se puso a observar distraídamente el paisaje, abstraída de la masa sudorosa y chillona que viajaba con ella. Tatareaba canciones alegres. El tranvía amarillo avanzaba, crujían las maderas, chirriaban las ruedas de metal.
  

3.

  La chica permanecía parada al final del puente Neuf, la ille ante ella. Las sobrias fantasías arquitectónicas del barón Hausman conviven aquí con logros tardomedievales. Las agujas góticas de Notre Dame no se ven, pero se intuyen. Decidió que sí quería saludar al Sena y bajó hasta sus aguas. Al borde de la hormigonada orilla, sacó su libretilla de papel pautado del amplio bolso y arrancó una de sus hojas de cartulina. Las gotas de lluvia la besaron y convirtieron la tinta negra en lágrimas, ella misma lloraba. Hizo un barquito con la cartulina, doblándola cuidadosamente y la posó sobre el agua. La suave corriente lo alejó de ella.

 O quizás, cerca de las dunas que guardaban un mar de azul eléctrico el tranvía se detuvo, abrió sus puertas y del transporte de madera y hierro salió ella. Se dirigió morosamente a la playa y se detuvo en la orilla, el mar permanecía manso y quieto, las débiles olas rompían con desgana  convirtiéndose en espuma. Desde lo alto de la duna donde estoy sentado la veo desvestirse, olvidado todo pudor, solo permanece sobre piel su verde ropa interior. Se adentra en el mar, sostiene en alto un barquito de papel que ha elaborado con una hoja de cartulina de su libretita de papel pautado. Bracea torpemente hasta que deja atrás las olas de la orilla y posa su navío de papel sobre el agua salada y lo hace a la mar. Lo ve alejarse, movido por el viento y queda ella flotando boca arriba en la inmensa y brillante masa azul. Cierra los ojos para protegerse del sol, el mundo queda reducido a un destello amarillo. Sonríe.

4.

 O puede que todo esto lo soñara y donde me encontré con la chica fue en un puesto de flores en la calle Corrientes, Buenos Aires, ella vendía claveles y gardenias. O quizás todo fuera una canción.


























domingo, 19 de mayo de 2013

Una cartera de piel marrón. Versión Benito



Dedicado a Benito, un buen amigo y camarada.

 


  El cuerpo del hombre –unos 30 años- yacía muerto sobre la acera. Un golpe en su pecho que revelaba un hematoma de feo color morado oscuro parecía ser la causa del fallecimiento. El inspector de homicidios ya intuía que le diría la forense sobre el arma fatal: un genérico objeto grande, romo y pesado. A. llevaba más de 20 años en el cuerpo, problemas con la autoridad y las pastillas. Al menos, pensaba, no completaba el tópico de policía quemado con una desmadejada y larga gabardina marrón. Tampoco llovía. Resolvería este caso con su fuerza acostumbrada. Su trabajo consistía en recoger la basura, sostenía, así que sus modos eran los de un basurero, no los delicados métodos de un cirujano.

 No había pistas, ni testigos, nadie había visto nada. Tomó la cartera del fallecido, su única pertenencia junto a una carterita donde guardaba lo necesario para liarse cigarrillos. Era una cartera de piel marrón clara algo gastada, no excesivamente grande pero tampoco era pequeña, de una marca muy conocida. Lucía poderosa, parecía dar entender que su portador era un hombre importante, pero en su interior no guardaba tarjeta de crédito alguna y la cantidad de efectivo era irrisoria.
 Lo primero era lo primero. Se presentó en el domicilio que aparecía en el DNI de la victima. Le abrió el padre, le comunicó la triste noticia, el padre lloró. A. podía oír como si fuera un sonido real el chasquido de la mente y el corazón al quebrarse y era un ruido horrible, más que el del propio llanto. Pidió permiso para entrar en la habitación del hijo, unas estanterías con decenas de libros, un escritorio con un portátil, fotos de amigos –ninguna indicaba que tuviera pareja-. No encontró drogas y la decoración no llevaba a pensar en un chico melancólico o agresivo. La madre le confirmó que se trataba de una persona alegre. Preguntó si había trabado enemistad con alguien y la respuesta fue negativa.

Bien, seguía sin tener ninguna pista. Volvió a inspeccionar la cartera. Lo interesante se encontraba en el espacio reservado a las tarjetas. Se trataba de una solapa con ranuras para las finas láminas de plástico en la parte superior y una tela de rejilla para el DNI en la posterior. En una de las oquedades guardaba un par largo de tarjetas de visita de restaurantes, un teatro y varios locales de música en vivo. En otra un satinado calendario de bolsillo de un grupo de música que desconocía, en el que aparecía una foto estilizada de las y los miembros de la banda junto al logo de la formación. Mostró la foto del muerto a los camareros y dueños de aquellos locales, pero ninguno le recordaba. Eso quería decir que nunca había tenido líos.

 Decidió entonces probar con el grupo de música. Entró en su página web y la casualidad quiso que tuvieran programado un concierto para esa misma noche. Se presentó en el local donde tocaban, absolutamente lleno. La puerta de los camerinos estaba entreabierta y pudo ver a los músicos concentrándose para salir, era el momento del rito de salida, todos portaban en su mano una especie de amuleto que resultó ser un pin con el logo y nombre del conjunto. Tocaron, el público botó, gritó y gozó. Cuando volvieron a retirarse al camerino les abordó, su placa le abrió la puerta. Les preguntó si conocían al fallecido. Resultó ser un buen amigo y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Dijeron no conocer si tenía enemigos. La contrabajo balbuceo que deberían dedicarle una canción, las miradas eran bajas y las voces balbuceantes. A. decidió salir de allí, no iba a sacar más información útil. Expulsaría el sonido de los sollozos de su cabeza con Jack y Vicodina, si, eso estaría bien.

 Al día siguiente no podría decirse que se hubiera levantado, pues no había dormido. Le deprimía su desastrado y sucio apartamento, le daba ardor de estomago la comisaría, así que decidió asirse a otra de las piezas del rompecabezas que contenía la cartera de piel marrón y salir en busca de respuestas. Se trataba de una composición fotográfica impresa en cartón dividida en recuadros en los que aparecían, suponía, amigos y familiares. Las personas mayores que aparecían en una escena navideña eran los padres del desafortunado. En el recuadro de al lado exhibía sonrisa una bella chica morena, era una de las que aparecían en el calendario del grupo de música. Debajo de ella un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría. Con la banda ya había hablado, por lo que decidió encontrar a alguna de las jóvenes del grupo de chicas. Reconocía los edificios que servían de escenario a la foto y para allá que se fue. Se sentó en un banco próximo al lugar que servia de escenario para la foto y esperó fumando un cigarrillo tras otro y rezando a un Dios en el que no creía que apareciera una de las mujeres. Y apareció, una flacucha de rizos dorados. Le comunicó el óbito de su amigo, averiguó que se conocían por haber trabajado juntos y repitió lo que decían todos los conocidos de la victima: no tenía enemigos. Se alejó la chica con los ojos acuosos mientras llamaba a alguien por el móvil. A., usando su propio móvil utilizó una aplicación que oficial y técnicamente no existía –y que en cualquier caso era ilegal- y sincronizó su celular con el de la amiga del fallecido. Hablaba con una voz femenina de organizar una cena para recordar a su amigo. Mierda, esto se estaba convirtiendo en un callejón sin salida. Le dolía la cabeza.

 Llegó el momento de rendir cuentas de sus pesquisas ante el comisario. Tuvo que admitir que no tenía ninguna pista. No había ningún móvil para el asesinato. “Un suceso triste, el fallecido se encontró la muerte de forma inopinada y violenta, paseaba por la calle cuando, supongamos, un atracador que pretendía su dinero y su móvil le robó, en cambió, la vida” le dijo el inspector a su jefe. Era una suposición absurda y falsa, nada indicaba que se tratara de un atraco – el sujeto conservaba todas sus pertenencias-, pero a falta de pruebas acabaría convirtiéndose en la explicación oficial. El comisario empezó a soltar una larga perorata, pero el pensamiento de A. estaba ocupado por las expresiones alegres de las caras en las fotos de los amigos y familiares del asesinado que guardaba en la cartera de piel marrón demudadas en mascaras de tristeza y llanto al conocer la noticia de su fallecimiento.

 Después del tenso y largo despacho con el comisario A. volvió al escritorio que ocupaba en propiedad desde hacía 20 años en la comisaría. Introdujo la cartera en un sobre para pruebas, la guardó en el cajón y salió a fumar un cigarrillo. ¿Qué diría su cartera si le encontrarán sin vida?, reflexionaba. Que era inspector de policía y que era cliente del banco cual y la caja tal. Nada más. Ni siquiera tenía fotos de sus hijos, estaba divorciado y no solía verlos mucho. Su cartera no guardaba ninguna historia, no estaba destinada a ello, pero la victima se deducía contenta de llevar un resumen de su vida en el bolsillo.  Era feliz con la gente que le rodeaba, así que era lógico guarecerlos en la cartera, después de todo eran su capital más importante. Alguien recordaría su nombre después de muerto.


"Yo te nombro" Reincidentes.



lunes, 13 de mayo de 2013

Recuerdos de un balón





En esta entrada romperé la regla de no escribir nada personal. Dedicado a Mario Pinazo, ilustre jurista, traductor del idioma murciano y manchego, gran conocedor de la onomástica cristiana y filántropo.

1996. Aquél año se celebró la Eurocopa en Inglaterra. Mis compañeros de clase, niños de 12 años entonces, quizás llevados por el espíritu del evento deportivo o porque estábamos hartos de jugar con pelotas prestadas o hechas con papel de plata (logramos verdaderas obras de arte) decidimos comprarnos el balón oficial de la Eurocopa, un Adidas modelo Questra.

 Era un hermoso balón que nos llamó la atención desde que lo vimos, reluciente, en el escaparate de la tienda deportiva Xavó. Sus delicadas filigranas y suave color azul nos enamoró por su, digamos, elegancia. Nosotros, chicos de barrio obrero de enormes bloques de pisos iguales entre si y jardincitos que eran mas solares que parterres. Su precio, en torno a unos 5.000 Ptas. era prohibitivo, así que convinimos en adquirirlo en comandita, a partes iguales.

 Fue un largo mes de ahorrar pagas (y de suplicar a nuestros padres y madres que nos las aumentaran) y de dejar de frecuentar los recreativos y kioscos, pero acabamos juntado el dinero. Quedamos los conjurados en la plaza para ir todos juntos a por el balón -recuerdo que uno de nuestros socios era chica y lo recuerdo porque en aquél entonces eran raras las chicas futboleras, igual que las chicas con pelo corto - .Allí íbamos, ilusionados, con la cabeza alta, orgullosos, amigos y hermanos. En la tienda nos comportamos con una falsa profesionalidad, nos sentíamos algo importantes con toda esa fortuna encima, y, sobre todo, no queríamos que la dependienta nos tomara por unos criajos (cosa imposible, porque lo éramos). La empleada nos trajo el balón desde el escaparate y nosotros depositamos nuestras cerca de 5000 Ptas. en monedas encima del mostrador. La mujer que nos atendía nos dedico una sincera y tierna sonrisa y guardó el dinero en la caja registradora sin ni siquiera contarlo.

 Guardábamos el esférico en un armario de nuestra clase para ahorrarnos los líos de decidir quién se quedaba con su posesión y jugábamos a futbol con él durante los recreos en el campo de tierra, hoyos y alguna piedra. La alternativa no era mejor, un campo de hormigón y gravilla que desollaba nuestras pantorrillas y rodillas (lucí durante mucho tiempo una blanca cicatriz en mi rodilla izquierda). Nuestra chica futbolera solía jugar de defensa. Metía mucho el cuerpo y nosotros, por vergüenza, pudor o por un ridículo sentido de la caballerosidad, evitábamos el contacto, así que robaba muchos balones y detenía muchos ataques y contragolpes, por lo que su presencia era muy apreciada y era habitual que fuera elegida de las primeras a la hora de decidir la composición de los equipos en liza.

 Estar delante de la tele era un privilegio que nuestros padres y madres rara vez nos concedían, así que recreábamos los encuentros de la Eurocopa en nuestro patio, sirviéndonos del Marca que uno de nuestros compañeros le sustraía hábilmente a su padre. Así, en nuestro querido patatal se jugaron el Francia- Holanda, el España-Inglaterra, el Alemania- República Checa y tantos otros. Aprendimos más geografía con el Marca que en Conocimiento del Medio.

 Cuidábamos mucho aquél balón –incluso llegamos a lucirlo alguna vez,al principio- y evitábamos con coraje y ferocidad que los de octavo curso, esos chicos que venían al cole en Vespinos cochambrosas, petardeantes y trucadas y que fumaban en el patio, nos lo robaran. Pero la pelota estaba cosida para terrenos con césped, no para canchas de tierra y terrones con firme desigual y acabó pelándose, primero, y destrozándose después. Cumplió un buen servicio por cerca de año hasta que decidió despedirse ya convertido solo en una cámara de goma hinchada.

 Hoy pasé por la tienda de deportes Xavó. El cristal de su escaparate estaba ocupado casi en su totalidad por un enorme cartel de cartulina color roja en el que en letras negras se anunciaba “50% por liquidación”, parece ser que cerrará en breve. Comentándolo con un amigo me vino el recuerdo, mi colega me pasó una foto del balón Questra y la nostalgia hizo el resto.

 No se que habrá sido de mis compañeros de clase y de aquella chica futbolera, perdí el contacto un par de años después de cambiarme de colegio –años durante los cuales, siempre que nos veíamos nos prometíamos que seríamos amigos para siempre-, solo conservo una vieja foto de todos nosotros en el patio del colegio, sonrientes y todavía infantes.

 El balón en cuestión : 


jueves, 9 de mayo de 2013

Un mundo Twitter



  
 Andrés caminaba afanosamente por las calles de Madrid como un tal Pereira en Lisboa, sostiene. Quizás porque su ciudad también tenía cuestas. Quizás porque su ligero sobrepeso y el tórrido calor de ese día le hacían moverse lentamente, la frente perlada de sudor que iba retirándose con un pañuelo morado. Pero a diferencia de la ciudad de Pessoa, Madrid no contaba con la azul compañía de un océano y el aire que respiraba estaba como recalentado y sucio. Era un músico que fue famoso un verano y hoy aún le llamaban de alguna radio o de algún programa de humor para que fuese a hacer el tonto.

 Decidió detener su marcha para descansar y refrescarse un poco. Entró en un café de hechuras modernas, de muchos, cálidos y variados colores cuya decoración abominaba de la línea recta. Era un local de amplios ventanales sin sombras ni reservados y cuya parroquia no pasaría de los 40 años.

 Se sentó a la barra de formica azul y pidió una Zarzaparrilla al imberbe camarero de camisa negra y éste se la sirvió anunciando en voz alta su pedido. Andrés rodeó la botella con las manos, estaba gloriosamente fresca. Un cliente sentado a su izquierda en la barra dijo a viva voz que él prefería la cerveza. El cliente a su derecha chilló en tono agrio que la Zarzaparrilla era un producto fabricado en el Imperio Austro-Húngaro, que como podía beber aquella bazofia producida por un país criminal y autoritario.

 Acabada la perorata del cliente chillón una desgarbada mujer se levantó de la mesa que Andrés tenía a su espalda, se presentó como comercial de la Zarzaparrilla, le pasó su tarjeta y empezó a hablarle de las bondades del producto. Unas mesas más allá un grupo de gente comentaba que Andrés siempre solía pedir y beber té helado y se preguntaban que le habría hecho cambiar de opinión. Los clientes acodados en la barra, la comercial, el corrillo de gente, todos hablaban a voz en grito.  El que era el foco de atención no había dado siquiera un sorbo a su refresco y se llevó las manos a la cabeza, no soportaba aquel ruido. Se preguntaba porque toda aquella gente creían conocerle y le desconcertaba la confinza con la que se dirigian a él. Con todo el control y amabilidad que le fue posible pidió a los del café un poco de silencio y masculló que él no era tan importante.

 Fue un error fatal por parte de Andrés, el bar estalló en protestas airadas e indignadas. El era una persona conocida no podía negarse a ser conocido mas, que ellos escuchando su música le dieron su éxito, que si era un tipo malhumorado y tosco, muchos manifestaron su intención de cambiar de acera si lo veían por la calle. Salió corriendo a la calle, no aguantaba más, incluso el sonido  de las obras en la vía y el de los coches y sus claxons le pareció amable comparado con el guirigay del interior. Pronto se dio cuenta que los viandantes también comentaban el que hubiera pedido una Zarzaparrilla. Pero pasada la sorpresa se dio cuenta de que aquello le gustaba. Volvían a hablar de él.

 Unos meses mas tarde el rostro moreno de Andrés era la cara de Zarzaparrilla, su foto estaba en marquesinas, carteles y anuncios. La marca le patrocinó un disco, bien que la labor creativa no fue del todo suya. Y hablaban de él, hablan de él a todas horas. Para sí tenía que admitir que le mareaba tanta cháchara y tanta frivolidad, que le llevaran de aquí para allá, el haber pasado de persona a personaje. Pero intentaba no pensar demasiado en ello.

lunes, 29 de abril de 2013

Mi lugar secreto



Hola
  
 Te invito a mi lugar secreto, ven a jugar conmigo. Es el jardín descuidado de una vieja casa deshabitada en una ciudad donde siempre es primavera. Todo permanece en calma bajo el crepuscular sol de la tarde de amarillo intenso que parece bañarlo todo. Para franquear la oxidada y gruñona reja que da acceso debes convertirte otra vez en niño y que no te importe mancharte la ropa ni rasparte las rodillas.

 Correremos por las habitaciones solitarias, saltaremos sobre los sofás, tocaremos el piano del salón. Saldremos al jardín a que el sol nos tinte de cobre la piel, olvidaremos las zapatos, recogeremos con nuestros cuerpos el rocío de la hierba, inventaremos historias sobre las estatuas y bustos que esconde la maleza y tendremos cuidado de las zarzas. Comeremos moras silvestres y cerezas, jugaremos con las ardillas.

 En el estanque botaremos nuestros barcos de papel con versos y sonetos escritos en ellos, nos bañaremos en sus verdes aguas cuidadosos  de no molestar las ranas.

 Ven, te invito a mi lugar secreto.