viernes, 24 de mayo de 2013

Que bonica la meua ciutat mediterrània a la primavera ¡ (Dedicat a Araceli)





  Que bonica la meua ciutat mediterrània a la primavera ¡ El sol lluïx ben alt fins a les vuit de la vesprada, banyant-ho tot d’un càlid blanc feroç, i només llavors decidix acomiadar-se en un ocre capvespre. Per poc que es camine s’abandona l’asfalt dels seus plans carrers, sempre plens de gent –xiquets amb els seus inquiets jocs, les  rialles estentòries dels jóvens, adults comentat el “mal que va tot”-, per a trobar-se en l’horta que la rodeja, de verds pàl·lids i terra fèrtil d’un marró rogenc i intens. El soroll dels cotxes desapareix substituït pel trinat dels pardals i l’ànima s’escampa peresosa per la immensitat  vegetal de cels blaus i límpids. Que bonica la meua ciutat mediterrània a la primavera ¡



  

Ciudad de piedra y viento. Dedicado a Isa.




Decidió volver, dejar Ciudad de Piedra y Viento y regresar a su ciudad con mar y sol. Pero aunque aquella ciudad de altos edificios de piedra oscura que acumulaban siglos en compañía del viento y la lluvia había sido una amante fría sentía que tenía que despedirse de ella. Se sujetó su pelo negro como la noche con una horquilla, se calzó unas gruesas botas de pálido azul, se abrigó con un chaquetón también azul y salió dispuesta a decirle adiós. ¿Tendría aquella vieja urbe un as escondido en su pétrea manga que le convenciera de quedarse? No lo sabía.
 
 Salió a la calle y unos pasos mas adelante se introdujo por una arcada abierta en uno de los edificios, anduvo por las sombras del estrecho pasaje y bajó por unas escaleras vestidas de musgo verde para finalmente llegar a unos jardines dignos de una princesa, de verde hierba fresca y árboles desnudos de hojas. Allí se subió a la noria, patinó en la pista de hielo, vio a los trenes salir de la estación cercana.

 Continuó su caminar hasta donde acaba el asfalto y empieza la tierra y la hierba. Caminó descalza, olvidados sus zapatos, enfundados sus diminutos pies en unos simpáticos calcetines lilas, por una de las campas que se extendían eternas cerca de Ciudad de Piedra y Viento. Le gustaba pasear sin rumbo por allí, sentir el viento acariciar su cuerpo menudo sin el obstáculo de los altos y apretados edificios de la ciudad, empapar sus simpáticos calcetines lila con el rocío que las frescas mañanas regalaban a la hierba. Dejar libre su imaginación y que ésta llenará de historias, personas y recuerdos aquella vasta extensión verde. El ruinoso conservatorio con goteras donde aprendió música, el primer escenario que pisó, la sala donde ensayaba, siempre llena de solfas, bemoles, corchetas y alegrías. El anciano conductor del autobús de Ciudad Dormitorio –la que era su verdadera su ciudad-, aquél señor que paseaba a un cerdito que tenía como mascota, las verduleras del mercadillo ambulante que anunciaban con extraña poesía sus productos, jóvenes en los bancos del parque comiendo pipas, a Ignacisky y a sus Bufones Peregrinos alegrando las mañanas de los sábados con sus trombones, sus trompetas y sus bombos, amantes sin nombre, su cama a veces solitaria, a veces refugio de almas de poetas. Pensaba en Marta, la reina del supermercado, entronizada tras la caja registradora, chica voluptuosa y de sonrisa perenne, y en Javi, chico distraído sin oficio conocido, cuya cabellera empezaba a clarear a la altura de la coronilla.

 Subida a una colina –en realidad una pequeña y suave elevación del terreno-  hacia sonar a su violín poderoso y alegre, desparramando en ordenada confusión sus notas por aquella extensa llanura, abriendo las nubes para que dejaran sitio al sol y amansaran el viento. La ciudad no le había dado un último y desesperado motivo para quedarse y, aunque no olvidaría a la vieja señora de piedra y viento, tampoco la echaría de menos. Pronto estaría en casa.




( Dibujos primer y último párrafo: Los colores olvidados, Silvia G.Guirado. )





martes, 21 de mayo de 2013

[Relato LibrosVeo] Barquitos de papel





1.

 La reconocí en un café del Boulevard Saint-Germain-des-Prés, su pelo castaño cayendo sin gravedad sobre sus hombros. O quizás era un café de una ciudad con mar y sol. Café a medio tomar, sus dedos pulidos por las cuerdas de una guitarra sujetaban un bolígrafo morado que emborronaba de notas un papel pautado.


La veo salir. Otea el cielo, gris, lluvioso, y abre su paraguas de granate intenso. El día es desapacible y la tela del paraguas soporta mal que bien los embates del viento. Parece la chica marinera en tierra manejando con esfuerzo las velas de su esquife ante la tempestad. Pronto se cansa del inútil esfuerzo y pliega el paraguas. Camina entonces encogida, las manos enterradas en los bolsillos de su largo abrigo. Su figura gris y menuda se confunde con los colores pálidos de los edificios beux-arts de París.

 
 O quizás la chica ha salido del café al sol mediterráneo. Pestañea acostumbrando sus ojos al sol que reina imperial en el cielo y su mirada se llena de luz. Hace calor, se desprende de su chaqueta de primavera descubriendo unos delicados hombros de piel tostada. Camina por las estrechas calles empedradas a las que asoman caserones que acumulan siglos en sus fachadas. La sigo a distancia, sin querer molestarla, una suave brisa se levanta meciendo su cabello. Arrastra el viento imperceptibles semillas de los naranjos apostados aquí y allá, batallando contra el asfalto, llenándolo todo de una sutil fragancia de flor de azahar.


2.

 Vuelvo a verla en el Pont Neuf. Estaba yo, mi gabán empapado, apoyado en uno de los balcones del puente. Pasó deprisa, hoy no era el día para contemplar como el Sena, en los días brillantes, juega a ser espejo con el sol. Melancólica, el rostro crispado por la tristeza.

 O quizás tomó un tranvía, en el que yo leía un periódico del día anterior, para encontrarse con un mar que siempre la estaba llamando con el sonido bello y cadencioso de las olas. Se acomodó en uno de los asientos junto a la ventana, apoyó su lindo hombro moreno en el cristal y se puso a observar distraídamente el paisaje, abstraída de la masa sudorosa y chillona que viajaba con ella. Tatareaba canciones alegres. El tranvía amarillo avanzaba, crujían las maderas, chirriaban las ruedas de metal.
  

3.

  La chica permanecía parada al final del puente Neuf, la ille ante ella. Las sobrias fantasías arquitectónicas del barón Hausman conviven aquí con logros tardomedievales. Las agujas góticas de Notre Dame no se ven, pero se intuyen. Decidió que sí quería saludar al Sena y bajó hasta sus aguas. Al borde de la hormigonada orilla, sacó su libretilla de papel pautado del amplio bolso y arrancó una de sus hojas de cartulina. Las gotas de lluvia la besaron y convirtieron la tinta negra en lágrimas, ella misma lloraba. Hizo un barquito con la cartulina, doblándola cuidadosamente y la posó sobre el agua. La suave corriente lo alejó de ella.

 O quizás, cerca de las dunas que guardaban un mar de azul eléctrico el tranvía se detuvo, abrió sus puertas y del transporte de madera y hierro salió ella. Se dirigió morosamente a la playa y se detuvo en la orilla, el mar permanecía manso y quieto, las débiles olas rompían con desgana  convirtiéndose en espuma. Desde lo alto de la duna donde estoy sentado la veo desvestirse, olvidado todo pudor, solo permanece sobre piel su verde ropa interior. Se adentra en el mar, sostiene en alto un barquito de papel que ha elaborado con una hoja de cartulina de su libretita de papel pautado. Bracea torpemente hasta que deja atrás las olas de la orilla y posa su navío de papel sobre el agua salada y lo hace a la mar. Lo ve alejarse, movido por el viento y queda ella flotando boca arriba en la inmensa y brillante masa azul. Cierra los ojos para protegerse del sol, el mundo queda reducido a un destello amarillo. Sonríe.

4.

 O puede que todo esto lo soñara y donde me encontré con la chica fue en un puesto de flores en la calle Corrientes, Buenos Aires, ella vendía claveles y gardenias. O quizás todo fuera una canción.


























domingo, 19 de mayo de 2013

Una cartera de piel marrón. Versión Benito



Dedicado a Benito, un buen amigo y camarada.

 


  El cuerpo del hombre –unos 30 años- yacía muerto sobre la acera. Un golpe en su pecho que revelaba un hematoma de feo color morado oscuro parecía ser la causa del fallecimiento. El inspector de homicidios ya intuía que le diría la forense sobre el arma fatal: un genérico objeto grande, romo y pesado. A. llevaba más de 20 años en el cuerpo, problemas con la autoridad y las pastillas. Al menos, pensaba, no completaba el tópico de policía quemado con una desmadejada y larga gabardina marrón. Tampoco llovía. Resolvería este caso con su fuerza acostumbrada. Su trabajo consistía en recoger la basura, sostenía, así que sus modos eran los de un basurero, no los delicados métodos de un cirujano.

 No había pistas, ni testigos, nadie había visto nada. Tomó la cartera del fallecido, su única pertenencia junto a una carterita donde guardaba lo necesario para liarse cigarrillos. Era una cartera de piel marrón clara algo gastada, no excesivamente grande pero tampoco era pequeña, de una marca muy conocida. Lucía poderosa, parecía dar entender que su portador era un hombre importante, pero en su interior no guardaba tarjeta de crédito alguna y la cantidad de efectivo era irrisoria.
 Lo primero era lo primero. Se presentó en el domicilio que aparecía en el DNI de la victima. Le abrió el padre, le comunicó la triste noticia, el padre lloró. A. podía oír como si fuera un sonido real el chasquido de la mente y el corazón al quebrarse y era un ruido horrible, más que el del propio llanto. Pidió permiso para entrar en la habitación del hijo, unas estanterías con decenas de libros, un escritorio con un portátil, fotos de amigos –ninguna indicaba que tuviera pareja-. No encontró drogas y la decoración no llevaba a pensar en un chico melancólico o agresivo. La madre le confirmó que se trataba de una persona alegre. Preguntó si había trabado enemistad con alguien y la respuesta fue negativa.

Bien, seguía sin tener ninguna pista. Volvió a inspeccionar la cartera. Lo interesante se encontraba en el espacio reservado a las tarjetas. Se trataba de una solapa con ranuras para las finas láminas de plástico en la parte superior y una tela de rejilla para el DNI en la posterior. En una de las oquedades guardaba un par largo de tarjetas de visita de restaurantes, un teatro y varios locales de música en vivo. En otra un satinado calendario de bolsillo de un grupo de música que desconocía, en el que aparecía una foto estilizada de las y los miembros de la banda junto al logo de la formación. Mostró la foto del muerto a los camareros y dueños de aquellos locales, pero ninguno le recordaba. Eso quería decir que nunca había tenido líos.

 Decidió entonces probar con el grupo de música. Entró en su página web y la casualidad quiso que tuvieran programado un concierto para esa misma noche. Se presentó en el local donde tocaban, absolutamente lleno. La puerta de los camerinos estaba entreabierta y pudo ver a los músicos concentrándose para salir, era el momento del rito de salida, todos portaban en su mano una especie de amuleto que resultó ser un pin con el logo y nombre del conjunto. Tocaron, el público botó, gritó y gozó. Cuando volvieron a retirarse al camerino les abordó, su placa le abrió la puerta. Les preguntó si conocían al fallecido. Resultó ser un buen amigo y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Dijeron no conocer si tenía enemigos. La contrabajo balbuceo que deberían dedicarle una canción, las miradas eran bajas y las voces balbuceantes. A. decidió salir de allí, no iba a sacar más información útil. Expulsaría el sonido de los sollozos de su cabeza con Jack y Vicodina, si, eso estaría bien.

 Al día siguiente no podría decirse que se hubiera levantado, pues no había dormido. Le deprimía su desastrado y sucio apartamento, le daba ardor de estomago la comisaría, así que decidió asirse a otra de las piezas del rompecabezas que contenía la cartera de piel marrón y salir en busca de respuestas. Se trataba de una composición fotográfica impresa en cartón dividida en recuadros en los que aparecían, suponía, amigos y familiares. Las personas mayores que aparecían en una escena navideña eran los padres del desafortunado. En el recuadro de al lado exhibía sonrisa una bella chica morena, era una de las que aparecían en el calendario del grupo de música. Debajo de ella un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría. Con la banda ya había hablado, por lo que decidió encontrar a alguna de las jóvenes del grupo de chicas. Reconocía los edificios que servían de escenario a la foto y para allá que se fue. Se sentó en un banco próximo al lugar que servia de escenario para la foto y esperó fumando un cigarrillo tras otro y rezando a un Dios en el que no creía que apareciera una de las mujeres. Y apareció, una flacucha de rizos dorados. Le comunicó el óbito de su amigo, averiguó que se conocían por haber trabajado juntos y repitió lo que decían todos los conocidos de la victima: no tenía enemigos. Se alejó la chica con los ojos acuosos mientras llamaba a alguien por el móvil. A., usando su propio móvil utilizó una aplicación que oficial y técnicamente no existía –y que en cualquier caso era ilegal- y sincronizó su celular con el de la amiga del fallecido. Hablaba con una voz femenina de organizar una cena para recordar a su amigo. Mierda, esto se estaba convirtiendo en un callejón sin salida. Le dolía la cabeza.

 Llegó el momento de rendir cuentas de sus pesquisas ante el comisario. Tuvo que admitir que no tenía ninguna pista. No había ningún móvil para el asesinato. “Un suceso triste, el fallecido se encontró la muerte de forma inopinada y violenta, paseaba por la calle cuando, supongamos, un atracador que pretendía su dinero y su móvil le robó, en cambió, la vida” le dijo el inspector a su jefe. Era una suposición absurda y falsa, nada indicaba que se tratara de un atraco – el sujeto conservaba todas sus pertenencias-, pero a falta de pruebas acabaría convirtiéndose en la explicación oficial. El comisario empezó a soltar una larga perorata, pero el pensamiento de A. estaba ocupado por las expresiones alegres de las caras en las fotos de los amigos y familiares del asesinado que guardaba en la cartera de piel marrón demudadas en mascaras de tristeza y llanto al conocer la noticia de su fallecimiento.

 Después del tenso y largo despacho con el comisario A. volvió al escritorio que ocupaba en propiedad desde hacía 20 años en la comisaría. Introdujo la cartera en un sobre para pruebas, la guardó en el cajón y salió a fumar un cigarrillo. ¿Qué diría su cartera si le encontrarán sin vida?, reflexionaba. Que era inspector de policía y que era cliente del banco cual y la caja tal. Nada más. Ni siquiera tenía fotos de sus hijos, estaba divorciado y no solía verlos mucho. Su cartera no guardaba ninguna historia, no estaba destinada a ello, pero la victima se deducía contenta de llevar un resumen de su vida en el bolsillo.  Era feliz con la gente que le rodeaba, así que era lógico guarecerlos en la cartera, después de todo eran su capital más importante. Alguien recordaría su nombre después de muerto.


"Yo te nombro" Reincidentes.



lunes, 13 de mayo de 2013

Recuerdos de un balón





En esta entrada romperé la regla de no escribir nada personal. Dedicado a Mario Pinazo, ilustre jurista, traductor del idioma murciano y manchego, gran conocedor de la onomástica cristiana y filántropo.

1996. Aquél año se celebró la Eurocopa en Inglaterra. Mis compañeros de clase, niños de 12 años entonces, quizás llevados por el espíritu del evento deportivo o porque estábamos hartos de jugar con pelotas prestadas o hechas con papel de plata (logramos verdaderas obras de arte) decidimos comprarnos el balón oficial de la Eurocopa, un Adidas modelo Questra.

 Era un hermoso balón que nos llamó la atención desde que lo vimos, reluciente, en el escaparate de la tienda deportiva Xavó. Sus delicadas filigranas y suave color azul nos enamoró por su, digamos, elegancia. Nosotros, chicos de barrio obrero de enormes bloques de pisos iguales entre si y jardincitos que eran mas solares que parterres. Su precio, en torno a unos 5.000 Ptas. era prohibitivo, así que convinimos en adquirirlo en comandita, a partes iguales.

 Fue un largo mes de ahorrar pagas (y de suplicar a nuestros padres y madres que nos las aumentaran) y de dejar de frecuentar los recreativos y kioscos, pero acabamos juntado el dinero. Quedamos los conjurados en la plaza para ir todos juntos a por el balón -recuerdo que uno de nuestros socios era chica y lo recuerdo porque en aquél entonces eran raras las chicas futboleras, igual que las chicas con pelo corto - .Allí íbamos, ilusionados, con la cabeza alta, orgullosos, amigos y hermanos. En la tienda nos comportamos con una falsa profesionalidad, nos sentíamos algo importantes con toda esa fortuna encima, y, sobre todo, no queríamos que la dependienta nos tomara por unos criajos (cosa imposible, porque lo éramos). La empleada nos trajo el balón desde el escaparate y nosotros depositamos nuestras cerca de 5000 Ptas. en monedas encima del mostrador. La mujer que nos atendía nos dedico una sincera y tierna sonrisa y guardó el dinero en la caja registradora sin ni siquiera contarlo.

 Guardábamos el esférico en un armario de nuestra clase para ahorrarnos los líos de decidir quién se quedaba con su posesión y jugábamos a futbol con él durante los recreos en el campo de tierra, hoyos y alguna piedra. La alternativa no era mejor, un campo de hormigón y gravilla que desollaba nuestras pantorrillas y rodillas (lucí durante mucho tiempo una blanca cicatriz en mi rodilla izquierda). Nuestra chica futbolera solía jugar de defensa. Metía mucho el cuerpo y nosotros, por vergüenza, pudor o por un ridículo sentido de la caballerosidad, evitábamos el contacto, así que robaba muchos balones y detenía muchos ataques y contragolpes, por lo que su presencia era muy apreciada y era habitual que fuera elegida de las primeras a la hora de decidir la composición de los equipos en liza.

 Estar delante de la tele era un privilegio que nuestros padres y madres rara vez nos concedían, así que recreábamos los encuentros de la Eurocopa en nuestro patio, sirviéndonos del Marca que uno de nuestros compañeros le sustraía hábilmente a su padre. Así, en nuestro querido patatal se jugaron el Francia- Holanda, el España-Inglaterra, el Alemania- República Checa y tantos otros. Aprendimos más geografía con el Marca que en Conocimiento del Medio.

 Cuidábamos mucho aquél balón –incluso llegamos a lucirlo alguna vez,al principio- y evitábamos con coraje y ferocidad que los de octavo curso, esos chicos que venían al cole en Vespinos cochambrosas, petardeantes y trucadas y que fumaban en el patio, nos lo robaran. Pero la pelota estaba cosida para terrenos con césped, no para canchas de tierra y terrones con firme desigual y acabó pelándose, primero, y destrozándose después. Cumplió un buen servicio por cerca de año hasta que decidió despedirse ya convertido solo en una cámara de goma hinchada.

 Hoy pasé por la tienda de deportes Xavó. El cristal de su escaparate estaba ocupado casi en su totalidad por un enorme cartel de cartulina color roja en el que en letras negras se anunciaba “50% por liquidación”, parece ser que cerrará en breve. Comentándolo con un amigo me vino el recuerdo, mi colega me pasó una foto del balón Questra y la nostalgia hizo el resto.

 No se que habrá sido de mis compañeros de clase y de aquella chica futbolera, perdí el contacto un par de años después de cambiarme de colegio –años durante los cuales, siempre que nos veíamos nos prometíamos que seríamos amigos para siempre-, solo conservo una vieja foto de todos nosotros en el patio del colegio, sonrientes y todavía infantes.

 El balón en cuestión : 


jueves, 9 de mayo de 2013

Un mundo Twitter



  
 Andrés caminaba afanosamente por las calles de Madrid como un tal Pereira en Lisboa, sostiene. Quizás porque su ciudad también tenía cuestas. Quizás porque su ligero sobrepeso y el tórrido calor de ese día le hacían moverse lentamente, la frente perlada de sudor que iba retirándose con un pañuelo morado. Pero a diferencia de la ciudad de Pessoa, Madrid no contaba con la azul compañía de un océano y el aire que respiraba estaba como recalentado y sucio. Era un músico que fue famoso un verano y hoy aún le llamaban de alguna radio o de algún programa de humor para que fuese a hacer el tonto.

 Decidió detener su marcha para descansar y refrescarse un poco. Entró en un café de hechuras modernas, de muchos, cálidos y variados colores cuya decoración abominaba de la línea recta. Era un local de amplios ventanales sin sombras ni reservados y cuya parroquia no pasaría de los 40 años.

 Se sentó a la barra de formica azul y pidió una Zarzaparrilla al imberbe camarero de camisa negra y éste se la sirvió anunciando en voz alta su pedido. Andrés rodeó la botella con las manos, estaba gloriosamente fresca. Un cliente sentado a su izquierda en la barra dijo a viva voz que él prefería la cerveza. El cliente a su derecha chilló en tono agrio que la Zarzaparrilla era un producto fabricado en el Imperio Austro-Húngaro, que como podía beber aquella bazofia producida por un país criminal y autoritario.

 Acabada la perorata del cliente chillón una desgarbada mujer se levantó de la mesa que Andrés tenía a su espalda, se presentó como comercial de la Zarzaparrilla, le pasó su tarjeta y empezó a hablarle de las bondades del producto. Unas mesas más allá un grupo de gente comentaba que Andrés siempre solía pedir y beber té helado y se preguntaban que le habría hecho cambiar de opinión. Los clientes acodados en la barra, la comercial, el corrillo de gente, todos hablaban a voz en grito.  El que era el foco de atención no había dado siquiera un sorbo a su refresco y se llevó las manos a la cabeza, no soportaba aquel ruido. Se preguntaba porque toda aquella gente creían conocerle y le desconcertaba la confinza con la que se dirigian a él. Con todo el control y amabilidad que le fue posible pidió a los del café un poco de silencio y masculló que él no era tan importante.

 Fue un error fatal por parte de Andrés, el bar estalló en protestas airadas e indignadas. El era una persona conocida no podía negarse a ser conocido mas, que ellos escuchando su música le dieron su éxito, que si era un tipo malhumorado y tosco, muchos manifestaron su intención de cambiar de acera si lo veían por la calle. Salió corriendo a la calle, no aguantaba más, incluso el sonido  de las obras en la vía y el de los coches y sus claxons le pareció amable comparado con el guirigay del interior. Pronto se dio cuenta que los viandantes también comentaban el que hubiera pedido una Zarzaparrilla. Pero pasada la sorpresa se dio cuenta de que aquello le gustaba. Volvían a hablar de él.

 Unos meses mas tarde el rostro moreno de Andrés era la cara de Zarzaparrilla, su foto estaba en marquesinas, carteles y anuncios. La marca le patrocinó un disco, bien que la labor creativa no fue del todo suya. Y hablaban de él, hablan de él a todas horas. Para sí tenía que admitir que le mareaba tanta cháchara y tanta frivolidad, que le llevaran de aquí para allá, el haber pasado de persona a personaje. Pero intentaba no pensar demasiado en ello.