sábado, 21 de diciembre de 2013

Madurez



  
 Avanzaba meditabundo por las placidas calles de su ciudad, cabeza gacha, cuerpo encogido por el frío  de una noche de invierno sin estrellas y de timorata luna; la oscuridad apenas conjurada por farolas de luz débil y amarillenta. Era tarde, sí, había salido mas allá de la hora de su trabajo por la obligada charla de coach a la que tuvo que asistir con el resto de compañeros.

 La que se preveía una aburrida y algo cómica por su absurdo charla de motivación – sermón de iglesia laica- había devenido puñalada en su corazón, esquirla incrustada en su cerebro. El coach –malditos anglicismos, claro que quedaría raro hablar de sesión de entrenamiento en el supermercado donde trabajaba- , llevado por la emoción o por una estudiada actuación, había empezado a declamar –venas de la sien y el cuello muy hinchadas- conceptos tales como “responsabilidad”, “metas”, “objetivos” y alzando aún más el tono de su ridícula voz preguntó a los presentes por tres veces “¿por qué?¿por qué? ¿por qué?” y, sin esperar respuesta, se giro súbitamente a una pequeña pizarra blanca que había traído consigo y escribió violentamente en grandes mayúsculas “ADULTEZ” “MADUREZ” y volviese a girar hacia los aburridos trabajadores de pies ya inquietos y que miraban furtivamente la hora en sus relojes con una ensayada y gran sonrisa de perfectos y cuidados dientes blancos.

“Madurez”. Era la esquirla metida en su cerebro. Si. Un concepto importante, a sus treintapocos o treintamuchos años –según se contara-, era una palabra que le acechaba en todas las conversaciones. Dejar de ser niño, adquirir gravedad, asumir responsabilidades, pensar en el futuro… eran explicaciones que le acompañaban. Cuando llegara a casa la cena estaría ya fría, el chiquillo ya  se habría acostado, tendría que contentarse con darle un beso de buenas noches - nada de cómo ha ido el día, nada de ayuda con los deberes, nada de charla padre hijo- , y su mujer se encontraría arrellanada  y adormilada en el sofá de segunda mano viendo alguna serie en la tele –ya no hay películas, hay series -, muda por el cansancio de un trabajo agotador en la fábrica de conservas – el silencio avanzaba entre ellos como un cáncer -.

Pensó que eso era en realidad la famosa madurez, el cacareado “hacerse adulto”, no tener tiempo para nada, absolutamente para nada, irse agostando sin que ni siquiera te fueras dando cuenta. Si, pero “necesitaba el dinero”, “tenía responsabilidades”, si…. él era todo un adulto. Y mañana lo mandaría todo a la mierda.