domingo, 28 de diciembre de 2014

Obligado a escribir



 Domina el ondulado prado de  césped bien cortado y cuidado una gran casona modernista de apagados colores pastel. Le acompañan en su dominio, desordenadamente esparcidos aquí y allá, sin mas lógica que el capricho o el azar, 5 funcionales, alargados y bajos bloques de hormigón de miles de ventanas que hacen de espejos a la luz del sol  y que albergan las aulas de las diferentes facultades. El sexto bloque presente en el campus solo se diferencia de sus hermanos en que crece en vertical y no en horizontal y alberga una residencia de estudiantes. Completa la académica estampa caminitos de losetas de terrazo que unen las diferentes construcciones y reuniones de gruesos árboles que dan sombra y cobijo a bancos colocados alrededor de sus troncos.

 Él vive aquí ahora, es un invitado del rector de la Universidad. Se ha convertido en su Benefactor personal y, en general, todos le sonríen  y son amables con él. Mejor, sin duda, que las pastillas y las batas blancas de su anterior residencia. “Estas triste”, le decían, “depresión” escribían en sus informes.

 Pero él no estaba triste. Es mas, la vida le seguía pareciendo algo maravilloso. El rocío en la hierba las mañanas de invierno, las mañanas luminosas de primavera, las tardes de agosto, los atardeceres de otoño. Esas cosas. Solo era que desde que ella se fue arrastrada al otro lado por varias toneladas de acero de un monovolumen azul todo parecía mas aburrido.

 Había escrito y auto publicado un par de cuentos antes de que las ruedas de aquél coche azul rechinaran en un cruce intentando detenerse que habían leído unas cientos de personas. Las suficientes, se ve, para que en las editoriales empezara a sonar su nombre. Una de ellas le puso un agente, le asignó un editor y la maquina tragaperras del éxito empezó a mostrar triunfos, bien que perezosamente. Bien estaba. Pero desde que su pequeña musa de pies descalzos, sonrisa infinita y cansados ojos marchara solo existía tedio en su cabeza, aquello a lo que llaman pomposamente creatividad se había esfumado. Y después pastillas, batas blancas, psicoanálisis etc.

 El que era ahora su benefactor era un admirador – desde el mas profundo cariño por el Arte, así, en general, se entiende- de su obra y decidió separarlo de su régimen de grageas blancas, amarillas y azules que le embotaban la cabeza y le hacían orinarse encima para llevarlo con él a su Universidad, que había erigido con el sudor de su frente, el esfuerzo de sus solas manos y bla bla bla.

 Así que allí esta él, respirando el sano aire del campo y asistiendo a clases de escritura creativa y de literatura del siglo XIX y XX junto a alumnos unos años por debajo de los suyos. Y a gastos pagados, añádase.

 Daba largos paseos por el campus, socializaba con la gente, bebía acompañado, a veces mujeres de largas piernas y pechos mínimos acompañaban sus noches. Ya no estaba triste. Aún así, en ocasiones se descubría cogiendo su móvil dispuesto a llamar a su desaparecida musa para contarle sus alegres días universitarios. Sonará idiota, pero la voz metálica que le contestaba informándole que “el número marcado no existe, esta desconectado o fuera de cobertura” le ayudó a cerrar el duelo.

 Solo había un problema. Nada, una cosa pequeñita. Su Benefactor y la Junta del Campus querían que volviese a escribir. A escribir un libro, una novela. 300 páginas mínimo, chicas y chicos. Al principio se lo sugerían como medida terapéutica. Luego como cosa lógica pues él era, después de todo, escritor. Al final ya insistían en la necesidad de hacerlo, siempre amablemente, eso sí. Pero él era un narrador de distancias cortas, de sprints, un cuenta cuentos que nunca había pasado de 20 páginas. Su imaginación era un ente vago y moroso que se daba en pequeñas dosis.

 No obstante, intentó satisfacer a quienes generosamente le habían acogido presentándoles bosquejos y borradores de primer capítulo de lo que sería su Gran Obra. Pasaron los meses y las estaciones y ésta no avanzaba. Su benefactor empezaba a estar inquieto. Se olvidó la amabilidad, se escondieron los buenos modos. Un parte médico le desaconsejo pasear mas allá del largo pasillo al que daba su habitación. Aparecieron unas obligaciones contractuales que le obligaban a escribir –“¿Cuándo firme yo eso?”- . Se bloqueó el acceso a sus cuentas por orden judicial ya que “su estado mental le impide tutelar sus bienes con juicio suficiente” y se nombró a un tutor.

 Estaba fregado.