Domina el ondulado prado de césped bien cortado y cuidado una gran casona
modernista de apagados colores pastel. Le acompañan en su dominio,
desordenadamente esparcidos aquí y allá, sin mas lógica que el capricho o el
azar, 5 funcionales, alargados y bajos bloques de hormigón de miles de ventanas
que hacen de espejos a la luz del sol y
que albergan las aulas de las diferentes facultades. El sexto bloque presente
en el campus solo se diferencia de sus hermanos en que crece en vertical y no
en horizontal y alberga una residencia de estudiantes. Completa la académica estampa
caminitos de losetas de terrazo que unen las diferentes construcciones y
reuniones de gruesos árboles que dan sombra y cobijo a bancos colocados
alrededor de sus troncos.
Él vive aquí ahora, es un invitado del
rector de la Universidad. Se ha convertido en su Benefactor personal y, en
general, todos le sonríen y son amables
con él. Mejor, sin duda, que las pastillas y las batas blancas de su anterior
residencia. “Estas triste”, le decían, “depresión” escribían en sus informes.
Pero él no estaba triste. Es mas, la vida le seguía
pareciendo algo maravilloso. El rocío en la hierba las mañanas de invierno, las
mañanas luminosas de primavera, las tardes de agosto, los atardeceres de otoño.
Esas cosas. Solo era que desde que ella se fue arrastrada al otro lado por
varias toneladas de acero de un monovolumen azul todo parecía mas aburrido.
Había escrito y auto publicado un par de
cuentos antes de que las ruedas de aquél coche azul rechinaran en un cruce
intentando detenerse que habían leído unas cientos de personas. Las
suficientes, se ve, para que en las editoriales empezara a sonar su nombre. Una
de ellas le puso un agente, le asignó un editor y la maquina tragaperras del
éxito empezó a mostrar triunfos, bien que perezosamente. Bien estaba. Pero
desde que su pequeña musa de pies descalzos, sonrisa infinita y cansados ojos
marchara solo existía tedio en su cabeza, aquello a lo que llaman pomposamente
creatividad se había esfumado. Y después pastillas, batas blancas, psicoanálisis
etc.
El que era ahora su benefactor era un
admirador – desde el mas profundo cariño por el Arte, así, en general, se
entiende- de su obra y decidió separarlo de su régimen de grageas blancas,
amarillas y azules que le embotaban la cabeza y le hacían orinarse encima para
llevarlo con él a su Universidad, que había erigido con el sudor de su frente,
el esfuerzo de sus solas manos y bla bla bla.
Así que allí esta él, respirando el sano aire
del campo y asistiendo a clases de escritura creativa y de literatura del siglo
XIX y XX junto a alumnos unos años por debajo de los suyos. Y a gastos pagados,
añádase.
Daba largos paseos por el campus, socializaba
con la gente, bebía acompañado, a veces mujeres de largas piernas y pechos mínimos
acompañaban sus noches. Ya no estaba triste. Aún así, en ocasiones se descubría
cogiendo su móvil dispuesto a llamar a su desaparecida musa para contarle sus
alegres días universitarios. Sonará idiota, pero la voz metálica que le
contestaba informándole que “el número marcado no existe, esta desconectado o
fuera de cobertura” le ayudó a cerrar el duelo.
Solo había un problema. Nada, una cosa
pequeñita. Su Benefactor y la Junta del Campus querían que volviese a escribir.
A escribir un libro, una novela. 300 páginas mínimo, chicas y chicos. Al
principio se lo sugerían como medida terapéutica. Luego como cosa lógica pues
él era, después de todo, escritor. Al final ya insistían en la necesidad de
hacerlo, siempre amablemente, eso sí. Pero él era un narrador de distancias
cortas, de sprints, un cuenta cuentos que nunca había pasado de 20 páginas. Su
imaginación era un ente vago y moroso que se daba en pequeñas dosis.
No obstante, intentó satisfacer a quienes
generosamente le habían acogido presentándoles bosquejos y borradores de primer
capítulo de lo que sería su Gran Obra. Pasaron los meses y las estaciones y
ésta no avanzaba. Su benefactor empezaba a estar inquieto. Se olvidó la
amabilidad, se escondieron los buenos modos. Un parte médico le desaconsejo pasear
mas allá del largo pasillo al que daba su habitación. Aparecieron unas
obligaciones contractuales que le obligaban
a escribir –“¿Cuándo firme yo eso?”- . Se bloqueó el acceso a sus cuentas por
orden judicial ya que “su estado mental le impide tutelar sus bienes con juicio
suficiente” y se nombró a un tutor.
Estaba fregado.
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